Sobre Sentir el Error como Debilidad

Dicen que nací en el año 1995 d.C., y he notado que los de mi generación, los de algunos años más y algunos menos, todos coincidimos en tener una misma clase de problema, y es que nuestros padres siempre que les hacemos ver un error suyo, se enojan, como si un argumento u opinión distinta fuera una falta de respeto.

No sólo nuestros padres, también la mayoría de nuestros maestros, parecen tener esta misma forma de sentir. De ello, algunos de mi generación, dicen que esta característica es por la generación de ellos. Pero a mí esta actitud no deja de parecerme que se trata de una actitud cristiana.

Sólo alguien que aspira a poseer la Verdad Absoluta le puede parecer un insulto que le hagan notar que se equivoca, o que le parezca que equivocarse es motivo de burla o insulto.

Es una situación penosa, ver cómo personas altamente preparadas, con conocimientos envidiables, se molestan sobremanera si uno les dice con claridad: «pero esto es falso»; o que tomando a un autor idealizado, toman como un insulto que uno diga: «pero esto que dijo es falso». Y cómo a veces se ponen, enojados, a decir que quien dice X cosa, es un idiota. Y así, que se pongan a «pendejear» gente.

Están muy acostumbrados a buscar el error en los demás, para reafirmar sus propias ideas, en vez de escuchar para entender lo que el otro dice, y por qué lo dice. Algunos de mi generación también han tomado estas actitudes. Yo también la tuve, pero los dioses me libraron.

Por necesidad, técnica y utilidad retórica, para hablar con estas personas siempre es necesario señalar sutilmente el error, evitando palabras como «falso», «error» y «equivocación», para que ellos mismos, viéndolo, se den cuenta y amplíen su rígida perspectiva. Porque si uno usa tales palabras, acaban enojados, y enojados se vuelven tan ciegos y sordos como necios.

A veces me pregunto, si acaso no debería dejar de hablar con tanto cuidado, y hablar con la claridad originariamente debida, para que, aunque les duela, aprendan a reconocer que se equivocan, y a reconocer que sus ídolos se equivocan. Porque callar para estar en paz, aunque práctico a primeras, resulta tedioso. Porque no puede uno hablar abiertamente, como lo hace con verdaderos amigos (o al menos tal como yo hablo con mis amigos). No dan ganas de hablar abiertamente con quien a cada frase te quiere decir qué es lo que debes hacer, y que no acepta que opines o argumentes algo distinto. No dan ganas de ser un títere de un monólogo que simula ser conversación. Y tratarlos así, aunque es lo más pacífico, es en cierto modo también como tratarlos de enfermos o locos: «sí, sí, lo que usted diga, claro que sí», es lo que se le dice al Papa, a los necios, y a los que no están en condiciones apropiadas para pensar.

Por otro lado, ¿qué caso tiene cambiar la opinión de los viejos? Más pronto se irán de este mundo. Con quienes sí es más útil hablar es con los más jóvenes. Si acaso nuestros mayores fueran más abiertos al diálogo, y no a simulaciones de conversaciones, sería muy grato conversar con ellos. Pero dadas sus actitudes, ellos parecen solamente servir como modelos, para ver dónde están los errores, y sin decirles nada, tirar lo que han hecho mal para poner algo mejor.

Lo más útil para esto, es hacer de mayor conocimiento público las máximas comunicacionales y la teoría de la argumentación. Creo que hablaré más seguido de eso, para promover que desaparezcan tan dañinas actitudes.

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